martes, 28 de octubre de 2008

El destierro del hombre cangrejo

Rebuscando entre papeles hallé el relato que sigue a continuación. Lo escribí hace un año aproximadamente, mientras trabajaba en la taquilla, entre venta y venta. Yo no suelo escribir relatos fantásticos pero en esta ocasión fue una especie de prueba.
Releyéndolo no me ha resultado tan malo como creí en su día. Aquí va:





Contempló por última vez lo que, hasta entonces, había sido su hogar. Una lágrima salió de su brillante ojo negro y fue arrastrada por las corrientes oceánicas.
Subió la pendiente que daba al exterior. La temperatura que había fuera del agua era sofocante. Bastaron tres segundos para hacer desaparecer el agua que había sobre su caparazón; aquella agua materna. Caminó despacio hacia el interior de la península mientras contemplaba el basto océano. Se resignaba a caminar de espaldas, no sabía hacerlo de otra manera. La visión del agua le traía recuerdos de su infancia. Su feliz infancia con sus treinta y dos hermanos y su anciana madre. La visión desapareció. El calor era denso y seco. El cuarto sol de LLobosa brillaba con fuerza y eclipsaba el azulado tono de la luna esmeralda. Andaba y el océano parecía que no se alejaba. Paró su marcha y se propuso girar y andar de frente. Siempre que se proponía algo lo conseguía, para eso era el último guerrero de los Klim. Giró hasta que su vista solo abarcó tierra seca. Cerro los ojos y respiró profundamente. Aún no comprendía como el rey había dudado de su palabra. Abrió los ojos e intentó con todas sus fuerzas dar un paso hacia delante. La primera pata derecha se levantó de la tierra, con dificultad avanzó unos centímetros y se posó de nuevo. Smalip esbozó una ligera sonrisa y continúo con su propósito. Ahora le tocaba el turno a la primera pata de la izquierda. La levantó un palmo del suelo y la movió con suavidad. Algo en su cerebro anuló la orden de movimiento y Smalip perdió el equilibrio. Antes de caer del todo, clavó sus pinzas en la dorada tierra y se quedó inmóvil en una postura pintoresca. Tardó unos segundos en moverse. Estaba buscando la razón de su fracaso y, a la vez, la razón de su destierro. Irguió su torso y colocó las patas sobre la arena, lo más alineadas que pudo. Fue liberando sus pinzas hasta dejarlas de nuevo al descubierto. El equilibrio era total. En ese momento supo que no le quedaba otra opción que huir de aquel querido lugar sin dejar de mirarlo.
Comenzó a caminar tierra adentro dejando un reguero de lágrimas que, al caer sobre la tierra, se volvían conchas. El cuarto sol comenzó a ocultarse. El viaje iba a ser duro para el guerrero Smalip. Un largo camino le esperaba.

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